Hablo del futuro con mi hija mayor. Se
encuentra en esa edad en que el mundo de los adultos, con sus preocupaciones y
rutinas, con sus agobios y cansancios, se le presenta como algo lejano, que
nunca la alcanzará. Si le hablo de formación y esfuerzo, bosteza
indisimuladamente y le echa un vistazo a su móvil, a escasos centímetros de sus
manos (la obligué a soltarlo para poder mantener una charla con ella). Menciono
la necesidad de dominar el inglés (ella ya habla francés y español a la perfección),
de ser capaz de entender y analizar textos complejos y transmitir después esa
información, le hablo de la inminente robotización de millones de puestos de
trabajo, de la especialización (además de la capacidad de análisis) necesaria
para no caer en esa bolsa de desplazados que veremos surgir por la inevitable
automatización de las funciones que venían desempeñando hasta el momento. Tal
vez me esté pasando, sólo tienes trece años. Me recuerdo a mí mismo bostezando
cuando a mis padres les daba por hablarme del futuro. El futuro vendrá y nos
pillará en pelotas. Tal vez estas charlas no sirvan de nada. Los hechos nos
definen, no las palabras. Sólo el ejemplo puede dejar un poso en esa mente aún
en formación. Doy por concluida la charla y me dirijo al baño. Le dedico al
espejo mis mejores caras de tipo inteligente, íntegro. No me convenzo.