22/03/17.- Horas trabajando en una
nueva novela. Corregí los dos capítulos terminados, dejé prácticamente cerrado
el tercero y avancé en la escritura de un cuarto, todavía incipiente. Tuve que
lidiar con unos párrafos farragosos pero necesarios para el desarrollo posterior
de la trama. Escribir no siempre es divertido. Hay veces que uno preferiría
arreglar la ducha del baño de las niñas o salir a regar el jardín. Pero si has
decidido escribir una nueva novela en un mundo saturado de nuevas novelas,
debes pasar por el aro. Nadie te pidió que lo hicieras. El mundo no necesita tu
nueva novela. Pero has querido escribirla, así que arremángate e intentar dar
lo mejor de ti mismo. Bien. Así lo hice. Me sentía razonablemente satisfecho.
Pero entonces ocurrió el desastre. Perdí todos los cambios. Sustituí el archivo
existente por otro anterior. No puedo restaurar versiones anteriores ni
recurrir a la papelera de reciclaje. Mierda. Superada la negación inicial y la
subsiguiente desesperación, sólo queda la aceptación, la sensación de vacío.
¿Dónde coño se fueron todas esas palabras? Con todo, esto no ha sido lo peor
que me ha pasado en este sentido. Hará cosa de año y medio, perdí un documento
Word con cerca de 300 páginas. Casi 300 páginas de poemas inéditos. Muchos de
ellos eran descartes, cierto, pero uno no siempre descarta por razones de
calidad. También había versiones alternativas de poema publicados y otros
poemas más experimentales a los que no había sabido darles salida. Me consolé
diciendo que era mejor así. A veces es necesario soltar lastre. Pero duele. Te
sientes un imbécil. Y ahora qué, te dices. Pero sigues. Aunque nadie te lo
pida. Aunque el mundo no precise de un nuevo libro tuyo. Existen aficiones más
letales e igual de innecesarias. Incluso más. Fin del desahogo. Dejo de llorar
y sigo.