martes, 5 de septiembre de 2017

Taller de escritura creativa. Diario de un profesor novato [1]

Uno

Les dije que sí sin meditarlo demasiado. En aquellos días (¿un mes atrás, dos?) andaba sumido en la inquietud propia del escritor sin proyecto en marcha. Necesitaba una sacudida, un nuevo horizonte, algo sobre lo que hablar conmigo mismo sin perder la cabeza. Aceptado el reto, vinieron los cálculos y el miedo. ¿Qué puedo enseñar yo? Coordinador de un curso de escritura creativa, ¡nada menos! Revisé en mi interior. Divisé intuiciones, ninguna regla. Con éstas me tengo que apañar, me dije. Leí manuales, visioné vídeos en YouTube. Qué bonita es la teoría y qué inservible puede ser. Poco a poco, fue creciendo en mi interior una especie de castillo. Me veía a mí mismo caminando por sus muros, como un Hamlet mal curado de esa enfermedad llamada adolescencia. Sólo puede funcionar si convertimos las clases en escenarios. El director nunca ha de tratar de ser el protagonista (¿posible?). Hay que ensayar hasta el desmayo como lo hacen los trapecistas, los mejores atracadores de bancos o las integrantes de un equipo de natación sincronizada. Dejé el castillo y cerré algunos flecos. Curiosamente, sentía vértigo estando en tierra. En lo alto del castillo, en cambio, mi respiración era regular. ¿Hablar desde esa altura?, me pregunté. Ni púlpitos ni fortalezas. La imagen del castillo, sin embargo, seguía intacta. Sólo poseo intuiciones, es lo más que puede llegarse a tener. Con ellas (y con lecturas, escrituras e intercambio de impresiones) cada uno debe armar su propio castillo (o guarida, o casa, o atalaya, o cuarto de las máscaras, o sótano). Intuyo que se trata de un proceso largo, es posible que una vida no alcance. De ahí su irresistible atractivo.