lunes, 22 de julio de 2013

Nueve notas sobre ‘El bar de Lee’, de David Pérez Vega


1.

David Pérez Vega es mi amigo. David Pérez Vega ha reseñado tres de mis libros publicados hasta la fecha. Cada cierto tiempo, intercambiamos mails o hablamos por teléfono. Una vez me quedé a dormir en su casa madrileña. Cada verano, suele venir a Mallorca acompañando a los chavales del colegio donde trabaja en su viaje de fin de curso. En tales ocasiones, solemos quedar y nos pasamos buena parte de la noche hablando de libros leídos y por leer, escritos y por escribir. En lo tocante a narrativa, es una de las personas cuyo criterio más tengo en cuenta a la hora de acercarme a autores desconocidos por mí. Compartimos, por ejemplo, la pasión por tipos como Levrero o Bolaño. Hace ya tiempo que su blog “Desde la ciudad sin cines” es uno de mis blogs de referencia.

Necesitaba contar todo esto antes de ponerme a escribir sobre El bar de Lee, su último libro publicado. Todo lo que pueda decir, tanto lo bueno como lo no tan bueno, debe ser contemplado a través del tamiz de nuestra amistad. Un tamiz, el de la amistad, engañoso…  


2.

Bien. Me dejo de preámbulos. Hace unas semanas terminé de leer El bar de Lee. ¿Qué podemos encontrar en los poemas de David Pérez Vega? Dejemos que sea el propio autor quien responda:

las imágenes de un borracho solitario
al que trataba de dignificar sobre el papel,
un maestro que cruzó mi niñez, una mirada
indagadora sobre la vocación  o un exorcismo
sobre mi vida universitaria a los veinte años.

Efectivamente, un intento de dignificación, una mirada indagadora, un exorcismo a través de las palabras, esto es lo que encontrará el lector que se acerque a los poemas de El bar de Lee. Pero me estoy adelantando. Empiezo por el final. Estos cinco versos pertenecen a “Fingidor”, poema que clausura el libro. Situémonos en el principio, en el deseo que alienta todo impulso literario y que tanto peso tiene es este conjunto de poemas.  


3.

Ya desde niño, David Pérez Vega soñaba con convertirse en escritor de novelas. Un niño de Móstoles que sueña con ser escritor, un niño rodeado de otros niños que sueñan  con convertirse en estrellas del fútbol. Aquel sentimiento de raro, de diferente, se enquista en su interior y crece con los años. No tiene con quién compartir su pasión. Es su secreto, su esplendoroso jardín privado. Inevitablemente, llega la mitificación. Inevitablemente, la realidad circundante (un Móstoles reconocible, palpable) deviene escenario perfecto para el ritual del desencanto. Las diferentes lecturas (infantiles, juveniles, adultas), de las que Pérez Vega da buena cuenta a lo largo del libro, se convierten en el respiradero imprescindible, en la vía de escape que le permite habitar un mundo más amable y, sobre todo, más interesante. Todo este material cristaliza y se hace literatura en El bar de Lee.

Se trata, hasta cierto punto, de un ajuste de cuentas con aquellos años de aprendizaje y consolidación de una vocación a la contra. Un ajuste de cuentas a través de la indagación retrospectiva, un ajuste de cuentas que deviene exorcismo y, en última instancia, dignificación de aquella etapa vital.


4.

El bar de Lee está compuesto por dos poemarios independientes que se complementan: Móstoles era una fiesta, escrito entre diciembre de 1997 y septiembre de 1998, y El calvo del Sonora, escrito una década después, entre los meses de enero y agosto de 2008. Dice el propio Pérez Vega en el prólogo del libro: “(…) considero ambos libros fuertemente ligados. El acercamiento que supone El calvo del Sonora a los mismos lugares, y en algunos casos a los mismos temas, ya planteados en aquel primer poemario (…), potencia las ideas inaugurales, reformulándolas una década después”.


5.

Es evidente la influencia de escritores como Cesare Pavese, Juan Luis Panero (“como una terca imagen del fracaso”, podemos leer en el poema que da título al segundo poemario), Charles Bukowski o Roberto Bolaño. Tal vez por esto, los poemas de David Pérez son auto-referenciales y narrativos, generalmente largos, como pequeños relatos a los que se obligara a encajar en estructuras poéticas, aunque convendría no olvidar, en este punto, que Pérez Vega creció y forjó su mitología literaria leyendo, sobre todo, novelas. En este sentido, las diferentes citas que pueblan ambos poemarios son especialmente reveladoras. Tal vez en Móstoles era una fiesta se intenta un mayor vuelo lírico, pero es en El calvo del Sonora, a mi modo de ver, donde David Pérez Vega encuentra su voz más personal, la que maneja con mayor soltura. En este poemario se encuentran los mejores poemas del conjunto. Estos poemas, si cabe, son más narrativos, más prosaicos, y esta característica les sienta muy bien. También percibo mayor madurez en ellos, una mirada más incisiva, un mejor manejo de las herramientas idiomáticas. Contraponiendo ambos poemarios, creo que el primero es más irregular que el segundo: alterna grandes poemas con otros menos logrados. Esta fluctuación, pienso, no se da en El calvo del Sonora, de un nivel más sostenido.


6.

En los poemas de El bar de Lee, el autor indaga en su pasado desde la clarividencia que dan la distancia y la superación. La auto-referencialidad y la autenticidad que los poemas desprenden, unidas a un lenguaje que apuesta por la claridad argumentativa, consiguen que olvidemos el hecho de estar leyendo poemas, es decir, construcciones verbales que buscan un determinado resultado estético, y tengamos la sensación de estar leyendo a un hombre, un hombre cercano, sin grandes épicas, un hombre que supo encontrar su camino pese al desencanto y desaliento circundantes. Esto, sin duda, es uno de los grandes logros del libro.

No obstante, no habría que olvidar, como señalaba Pessoa y como recuerda Pérez Vega en su poema final, que el poeta es un fingidor. Que el lector de los poemas se los crea es el gran triunfo del poeta, el triple sobre la bocina de Larry Bird (y aquí la sinceridad no juega un papel relevante, aquí el papel relevante lo desempeña la pericia del autor al plasmar en palabras aquellas experiencias, aquellos sentimientos).


7.

Se trata de un libro que puede callar la boca de aquellos que tradicionalmente se declaran enemigos de la poesía por considerarla incomprensible o afectada. 


8.

Como aspecto menos positivo, podríamos señalar la manera de versificar de David Pérez Vega. Es en este punto donde más se nota su eminente carácter de narrador. Los versos no siempre responden a una respiración o ritmo (y no estoy pensando en términos métricos). De todos modos, este hecho solamente se da en contadas ocasiones y, cuando sucede, no interfiere en la lectura, en la fuerza evocadora que los poemas de David Pérez Vega suelen desprender.


9.

Para terminar, debo decir que he disfrutado de la lectura de El bar de Lee. Entré en el mundo del poeta, me creí sus recuerdos, sus argumentos. Su emoción y su desencanto fueron mi ilusión y mi desencanto. Esto, tan fácil de escribir, resulta muy complicado de realizar. Lo sé por experiencia.

Mis poemas favoritos son los que se encuentran en la primera y tercera parte de El calvo del Sonora, las tituladas “En mi territorio” y “En el tiempo de Einstein”. En ellas pueden leerse poemas con gran fuerza evocadora como “Al sol”, “Llaves”, “Charles Bukowski” o “El día que me largué de Físicas”. Otros poemas igualmente destacables son “Nieve”, con el que se abre el libro, “Bifurcaciones” o “Rechazando a McKeihan”.

Pero me temo que, pese a tanta palabra, no he logrado transmitir la esencia del libro, lo que el lector que decida acercarse a estos poemas encontrará. Por ello, transcribo dos de mis favoritos. El primero pertenece a Móstoles era una fiesta; el segundo, a El calvo del Sonora.  





NIEVE


Montevideo era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
(...) era tan diferente, era verde.

              Mario Benedetti

Blanca, limpia sobre las capotas de los coches,
entre los dedos deshojados de los árboles,
leves puntadas amarillas en las copas
oscuras como un oro enlutado de tiempo
caído en el fango del invierno,
así ha caído esta noche la nieve de la infancia
sobre las capotas de los coches.

Parece ya una fotografía tan lejana,
coches antiguos, rojos desvaídos, camuflados por el esplendor
del blanco, resignados sobre el asfalto roto, enmohecido,
en el que jugábamos al fútbol, cuando no había
tantos coches rojos cubiertos por la nieve.

Jugábamos en la calle. Veo la farola
escuálida que era un poste y el árbol
deshojado, descarnado, que era el otro, con nieve en sus horquillas
y la puerta verde que no estaba en mi infancia.

Yo era un Arconada de gomaespuma con mis guantes de gomaespuma
bajo los palos del mismísimo cielo;
a veces amanecía nevado, igual que hoy, hace catorce años, y
nos lanzábamos bolas fulgurantes de risa, de latón y de agua
con la nieve recogida del capó de los coches
que hoy ha vuelto a caer entre los dedos huesudos
de los árboles, con pinceladas impresionistas de hojas
amarillas gastadas por el ladrido de los perros,
sobre el aparcamiento incesante de árboles marrones.
Cuando podaban esos árboles saltábamos sobre las
ramas apiladas, cavábamos túneles en ellas,
eran una cama elástica y un refugio de guerra.

Y ahora, estudiando análisis contable, esas ramas
vuelven a crecer igual que vuelve a caer la nieve.
Entre las nubes frías de la mañana lo observo
desde la terraza, esperanzado
de que así vuelva a crecer la infancia.



CHARLES BUKOWSKI

Qué tiempos tan frustrantes fueron aquellos años: tener el deseo y la necesidad de vivir pero no la habilidad.

C. Bukowski

No en la biblioteca, fue en un bar.
El Vudu-Mama –otro local ya sólo persistente
en el itinerario de nuestros recuerdos,
en el vagar de las palabras por la ciudad invisible–,
allí escuché por primera vez a The Doors,
The Who o The Clash… Es decir, su dueño
(con un anillo en forma de ojo) moldeó
gran parte de la banda sonora de mi vida…
y los cuidados cartelitos tras la barra:

Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones
        Charles Bukowski
La máquina de follar
        Charles Bukowski

Un cantante, pensé, hasta que leí la noticia
sobre la publicación de su biografía. Mataba
el tiempo en la biblioteca de la calle Quintana
antes de ir a la academia de Físicas. Allí, en 1994,
una semana antes de su muerte, nos encontramos.

Yo era un lector entonces de ciencia-ficción
o terror. Me evadía, pero eso ya no era suficiente,
estaba perdido, bloqueado, necesitaba respuestas,
claves para entender a los otros o a mí mismo,
y apareció aquel tipo de la generación de mis abuelos
y del otro lado del mundo. Llegué a conocer su vida
mejor que la de mis padres. No podía creer
que su colegio de Los Angeles en la década de los 30
fuese igual que el mío en el Móstoles de los 80.
Y si la literatura posee alguna magia ha de ser ésta.

Un consejo para principiantes:
si quieres escribir como Bukowski antes de beber
como Bukowski intenta leer como Bukowski.
Estuve meses en la biblioteca de Móstoles
buscando los mismos libros que él sacaba
de la biblioteca de La Ciénaga en Los Angeles,
cincuenta años antes, porque a mí tampoco
me gustaba estar donde me había tocado
y no tenía muchas cosas a las que aferrarme
y el sarcasmo feroz y tierno de Bukowski
representó para mí, en cierto modo, la estaca
que pude clavarle al corazón
podrido de la realidad de entonces.

Y después leería a muchos más escritores,
repletos de recursos, pero hay ciertas filiaciones
que perduran más en relación con la necesidad
que con el intelecto.
          Con él aprendí
dos cosas que aún me acompañan:

a ) Que si no la traicionaba siempre tendría
a la literatura a mi lado para salir adelante.

b) Que cuando estalla un mundo, aunque sea
el tuyo, si aguantas con el coraje suficiente,
estarás allí para ver resurgir otro de sus cenizas.